La fortuna del osado mercenario

noviembre 18, 2016 Jon Alonso 0 Comments









La mañana dio paso a la retroalimentación de frases ardientes que reverberaban en mi interior y que mal apaciguaban la necesidad de verte pronto. Aceleré la marcha para llegar al Tecnológico. Sentado en el mismo lugar en donde te había encontrado pasaban las largas horas y no volviste a aparecer. Los segundos se disfrazaban de verdugos y marcaban en mi cuerpo las dolientes llagas del amor virtuoso —incluso en esa espera atormentada—, me hice amigo de una hormiga que paseaba por la escalera jugueteando con mis dedos. De regreso a casa, me sentía alicaído y las lágrimas empapaban mis latidos. Se me inundó mi viejo corazón vació de una desolada pena. Disfrazado de lluvia porque el cielo lloraba conmigo. Calle abajo por los portales sombríos salieron los ectoplasmas del olvido al quite. Entre sutiles pensamientos descalzos y desvalidos que un día atrás cimenté en el aire. Se doblegó la tarde desnuda en la ventana, pero afuera no había nadie. Ni luces, ni palomas blancas. El viento no quería jugar con sus viejas amigas ramas. Ellas eran incapaces de hacerle crujir. Empero, no volteaban las campanas como acostumbran hacerlo al llamar a muerte, todo era silencio. Y tu ausencia se volvía fría como una hoja de metal. En ese momento, solo quería tomar tu mano y que volases conmigo a Batavia. Percibí tantas soledades y sueños compartidos. Me perdí en un mundo de ilusiones. Incluso, hay paredes silenciosas —que dicen no volverme a ver— por aquella escalinata. Susurraban entre ellos que algo grave había sucedido. 















En el aula fue el segundo y último día, en el cual, apreciaron mi presencia. Realmente, ni yo mismo se lo que ocurrió, a fecha de hoy: no recuerdo nada. Por la ventanilla de este inmaculado lugar, veo un rostro, aparentemente, conocido. Parece ser un joven mirlo despistado. Tiendo la mano hacía el y me pregunto: ¿por qué no entra? Lloraba, desconsoladamente, de dolor; mientras el pajarillo quería virar al Este en su torpe vuelo. Esta cama es muy incómoda y la bata que llevo por cubre genera un escozor insoportable. Nada me rodea, solo cuatro tabiques blancos, y servidor. Una habitación ausente con un lápiz de cera y unas hojas en las cuales, apenas unos garabatos incomprensibles, de algo que pareciera ser un amor que nunca fue. Raro por no decir irónico y cruel. El fenómeno de no lograr conciliar el sueño durante esa noche previa por la intriga y la tribulación de saber que nos ocurrirá al día siguiente. Muy cerca, de ese sitio, cuando estamos en el momento de la verdad. Sin embargo, sigues encontrándote demasiado agotado como para sobrellevarlo, aunque debieras. Al final del día se volvió rutina, en el tiempo, que me perdí entre sus andares y el silencio, que robó mis palabras. Me dediqué a observar, el ocaso del verano. Finalmente, el sol me mostró el sendero que se dirigía a ti. Estabas, ahí, estática, rodeada de seres, que los imaginaba nubarrones de ilusiones. Pintaste mi tarde de azul y al cabo de un instante te perdiste en la distancia. Ni una palabra, solo un profundo suspiro y comencé de nuevo a soñar. 
















Nuevamente me di de bruces en la habitación y rondé como un gato desesperado entre paredes. Repasaba una y mil veces la imagen que había logrado cautivar mi desvarío. Olí su vaga silueta y me puse a seguirla. La distancia, siempre irónica se iba acortando y me pregunté si servía para amarla o para matarla. Ya casi estaba a su altura y observé detenidamente sus curvas en perfecto equilibrio. Sus académicas caderas, quizás huérfanas de una mano amiga, que las abrigase. Caminábamos rápido, casi en paralelo y al mismo ritmo, con una precisión exacta idéntica al paso de la vida. Las piernas y nuestras sombras irradiaban un mimetismo majestuoso; como la zancada de un guepardo. Mis ojos continuaban clavados en su cuello. Cuando ya estaba a su altura observé de nuevo aquel hermoso perfil. La luz del día le daba a Nadenka Ulianok el aura de seguridad, de su tierra siberiana, como la mirada de un lobo en invierno. Nadenka podía ser cualquier cosa, menos una mujer anónima y desconcertante. A veces, el sol refleja el azul gris de sus ojos, de una belleza extraordinaria e incomprensiblemente dañinos. No comprendía cómo había estado a punto de matar algo que ahora deseaba. No dejaba de pensar en su esbelto cuello, en el porqué de mi abulia, cuando ahora tan solo su mera presencia hipnotizaba el crujido del hielo de la calzada. 
















De repente, aceleró el ritmo; iba tan deprisa que apenas podía seguirla. Sus pasos largos y ligeros se apoyaban en unos tacones altísimos y afilados que desafiaban todas las leyes de la gravedad y dibujaban un desfiladero de grietas por la acera. No sé lo que me ocurría: pero me volví lento y previsible. Mi aliento se arrastraba jadeante. Estaba agotado y no podía seguirla, ya casi no la distinguía entre la multitud. Su estela desaparecía, por momentos, a la vista de mis desdichados ojos. Por fin se detuvo y entró en una cafetería. Desde la calle me era fácil verla a través del cristal y decidí observarla. Pidió un café y miró la hora con impaciencia; parecía que tenía una cita y no quería llegar tarde. Quería recuperar el tiempo perdido. Entonces un frío sudor recorrió por primera y última vez; mi espina dorsal. Me sentía al borde del abismo. Mi cara desencajada miraba hacía mi abdomen. Tenía un cuchillo de cocina Zwiling clavado en la boca del epigastrio. La calle se volcó de lugar y la sangre salía de mis tripas como el agua rojo oscura de los pabellones hospitalarios de Asunción. Pensé que había dicho o hecho mal. Demasiado silencio o demasiada verborrea. A veces, tan solo basta un número de teléfono olvidado —negligentemente— en un bolsillo o regular la incontinencia mental. Obviamente, los deseos que nos visitan son inescrutables, como los caminos del Edén. Mi suerte estaba echada. Uno había hecho su trabajo y Dios decidió mi final. El riesgo es cosa de soldados de fortuna y mercenarios del negro sobre blanco.





                                                                                              FIN








                             Dedicado a Mose Allison noviembre (1927)/noviembre (2016) in Memoriam












Fotogramas adjuntos

Tempest (1928) by Sam Taylor
Morfiy (2008) by Aleksey Balabanov
Komissar (1967) by Aleksandr Askoldov
Tempest (1928) by Sam Taylor
Rounders (1998) by John Dalh