Alburquerque; dinero y píldoras

noviembre 08, 2013 Jon Alonso 0 Comments




Todos los otoños vuelven esos extraños dolores secos y punzantes sin aroma a nada, y que te dejan encharcado de amargura. Aquella tarde se preveía una más, en mi eterna soledad. No lo dude ni un instante y tal como me lo prescribe el comité galeno fui a por la caja de Tramadol. Tomé dos píldoras. La morfina se ha convertido en la perpetua compañera y moneda que mendiga salvedad. El efecto es rápido. A los cinco minutos todo se convierte en abulia y el latir de tu corazón se hace muy lento. Tan lento que apenas se escuchan las sístoles. Mis párpados comenzaron a cerrarse, mientras las gigantes pupilas desaparecían del gesto. Creo que me dejé caer en el sofá. No lo sé. Todo se ralentiza: mi  apetito, la sed, la libido y los sentidos… Empero, el dolor ya no lo notas: desaparece. Perdí la orientación y entré en una nebulosa de difícil comprensión. ¿Se han preguntado alguna vez si New Mexico es hermoso? Lo es y cuanto más abajo mejor. Huele a enchilada, flor de cactus y tequila. Se atisba la frontera y la casa de ese hombre que conocí una vez, Walter White. En el fondo una alma desdichada; víctima de su superioridad intelectual y ególatra que trataba de ocultar, tras el rictus facial de una máscara esterilizada en polivinilo trasparente. Nunca puse en duda su capacidad de esfuerzo y trabajo; encomiable. Me enseñó algo muy importante: el dinero. — ¡chaval, es lo único que se queda en esta vida! Seguí mi trabajo en la Universidad de New Mexico (Alburquerque), como profesor adjunto de Filología Hispánica. A White sólo me lo encontraba en el comedor y muy de vez en cuando en el parking del centro comercial del Plaza city. He escuchado si quería agua. No puedo contestarles con mesura está todo muy borroso. Sin embargo, les puedo hablar de otro hombre que conocí en Alburquerque muy conocido por sus poderosas caricias balsámicas casi inmaculadas. Un tipo de individuos que mi abuelo odiaba y solía maldecirlos: el mundo está repleto de ellos.




Esos hombrecillos, que nunca tienen ni una mala palabra ni una buena acción. Todos los días solemos tropezar con ellos; en el ascensor, en un semáforo, en una consulta médica, a la salida de un parking comercial o en la cola del supermercado. Al final llegan a cautivarte con ese estilo que muestran para  acatar las cosas con el sempiterno gesto de aceptación. No suelen preguntar, ni decir exabruptos. Apenas hablan, si no es para decirle al operario de gasolinera cuánto combustible quieren echarle al utilitario. Bien, volviendo al hombre que nos interesa. Una tarde de Octubre me di de bruces con él. Alguien me advirtió de su profesión: cirujano vascular,  pero lo echaron del colegio de médicos por un asunto muy turbio, que nunca me desveló. Únicamente, cometió un error; encontrarse conmigo e intentar epatar a la primera de cambio. No soy persona de grandes amistades, pero sí de grandes lealtades. No frecuento los levantamientos sociales, ni el sollozo constante. Siempre he pensado que la mierda se la limpia uno sólo. Hasta donde te llegue el brazo. Por eso me gusta el boxeo y el ajedrez: tienes a la gente en la distancia corta, donde se ven sus escorzos y carencias. Ahí, me gusta ver quién es quién. Mi tía siempre dijo de mí que tenía el porte de los grandes hombres afrancesados; el rasgo luminoso de la justicia y el alma triste de los trovadores en la semana santa sevillana. Nunca terminé de entender semejante estimación. Y todavía sigo en ello. Ya son años. Aquel ex cirujano y yo tuvimos la maldita ocasión de compartir trabajo en una lujosa hacienda sobre las colinas sombrías del viejo chaparral de Durango: la villa de “Los Nogales”. Era algo así, como la mansión donde habitábamos todo tipo de especímenes.




Una prole indescifrable: pintores, soldadores, carpinteros, fontaneros, gigolos, mozos de cuadra, mecánicos de automóviles y motocicletas, canteros, ferrallistas, soldados de fortuna, ex toxicómanos, enfermeros, administrativos, ingenieros informáticos y claro está bioquímicos y cocineros de nouvelle cuisine. El día había sido muy duro: insoportable. Y ahí estaba el inamovible Dr. S.O.S. Un tipo que según los mozos de cuadra, tendría como 72 años, pero que apenas aparentaba 58. Un rostro limpio, piel bruñida sin ojeras y el ceño casi plano. Juraría que el tipo se habría hecho un lifting— por la tersura de su piel—  algo menos de tres años. Muy bien trabajado. Junto a sus gafas de patilla de titanio Flex, Hugo Boos recubierta en baño de oro. Un día no me quedó más remedio que decirle a la cara, lo mal que se trabajaba en aquel sótano remendando heridas de bala de los soldados del dueño de la estancia, el  Sr. Solís-Cuevas. Estaba decidido a elevar una queja. Fue cuando pude darme cuenta de que lo que estaban viendo mis ojos. Juraría que no era de este mundo, o por lo menos la forma real humana. Un tipo pasó a toda velocidad, con un Impala chirriando ruedas que sacaban una polvareda de cojones. Ni Rommel en el Afrika korps. Lo sentí tan cerca que no sabía si acordarme de su parentela o  quería reírme de este espectro al volante en su puta cara.  Ahora él, se estaba riendo de mí. Pude observar que la cara de este julandrón se estaba desternillando, mientras trompeaba con el volante. No pensé más que en tener un Mustang y pisar el acelerador. Salir raudo y veloz de ese lugar y ni siquiera mirar por el retrovisor.




De sopetón, me vi cómo se abría la puerta del copiloto y escuché una  voz grave e inquietante: el Dr. S.O.S. ¡La hostia! —¡Sube idiota! Me subí al Impala y salimos a toda velocidad. Quién sabe si prestos a una nueva aventura. —Dame las gafas. Saqué del estuche forrado en piel de cocodrilo sus Hugo Boss. Miré por un lateral del cristal y pensé: el cielo es brillante y refulgente. El aire es traslucido  no muy diáfano; la tierra es de un color rojizo y cobrizo. Y sobre los oteros sombríos, ceñudas inundadas de romeros, tomillos y lentiscos que extienden su follaje mordaz, allende al otro lado de la frontera. Escucho—Te gusta conducir en México… No entendía muy bien lo que me decía aquel tipo de las Hugo Boos.—Mira detrás de ti. El asiento trasero estaba repleto de billetes.—¡Idiota, sólo queda el dinero y si no tienes: lo  pasarás muy mal! Ahora veía lejanamente, a mi asistenta. Parecía renegarme. Este Sr. Siempre  igual, cogiendo pildoritas de morfina y luego lleno de babas por debajo de la cama. ¡Ándale qué el gringito nos petará un día! Ya le he dicho que se tome las pastillas con el agua Sr. ¡Qué no vive en Yankeelandya— Lo pilla! Por cierto, deme 50 euros que he de bajar al Mercadona a comprar algo de comida y cachivaches de limpieza. Me quedé mirando mi cartera  inmóvil junto al vaso de agua milenaria. Un agua ciega que hace un ruido indefinible cuando la bebes, dicen que se llama Bezoya. Eso farfulla la alcahueta que me las sirve. Siempre el mismo vaso de agua y las mismas píldoras de color crema. Las mismas que un día dejé en Alburquerque entre lamentos y sollozos. 










                                                  Dedicado a Antonia Bird y Lou Reed  D.E.P






 Fotogramas adjuntos de los films:
“Border Incident” 1949 by Anthony Mann
 “Breaking Bad” (2008) TV Created by Vince Gilligan
“Shallow Grave” (1994) by Danny Boyle
“Get the Gringo” (2012) by Adrian Grunberg